Si algo ha demostrado el último Festival de Cannes es que aquellos que daban al cine por moribundo, quienes esperaban que por habiter perdido la hegemonía de l’entretenimiento quedara relegado a una periclitada artesanía, se equivocaban a fondo. No es gracias a la relevancia icónica oa la inane exhibición de sus pasarelas fotográficas, sino por la intensa digestión de películas de casi todo el mundo. Esa ventana de miradas es lo que hace indispensable la cita. La mayor impostura en la que vive el cine actual pasa por fabricar películas para entrar en el palmares de los festivales. Ha superado a la sempiterna vocación de hacer películas a la medida del éxito y la moda del momento, con quién toca hacerlas y sobre lo que hay que hacerlas. Buscar el dinero de la gente result hasta más honesto que perseguir la palmotada en la espalda de une elite de commisarios culturales or sociológicos. Pero Cannes, que siempre ha ofrecido en su galería de premios desde el dispar oportunista hasta la película para l’eternidad, sin ruborizarse de vergüenza jamás, sigue siendo el festival de festivales. Entre otras cosas porque lo organizan los franceses, un país orgullosamente aficionado ha festejarse a sí mismo como capital del universo.
La pandemia arrojó al espectador audiovisual a una vivencia acolchonada. El sofá se convirtió en el mayor enemigo de la búsqueda activa. Las plataformas, con su modelo de negocio basado en la fidelización del consumidor, se han convertido al usuario en una especie de pollilla que no puede ensuciar el vaso de su lámpara, forzado a pensar que solo esta pantalla existe. En el Festival de Cannes, incluido con una lista de números fijos, como el equipo de veteranos de un club que juega su pachanga semanal con los galones algo oxidados, demuestra cada año que el cine importa, porque es una forma de libertad como hay pocas . Si algo se necesita, y no es beatería, es recuperar la sala de cine de cercanía. En esa soñada ciudad de los 15 minutos, de la que apenas ha discutido en nuestras elecciones municipales, hay que recuperar el cine, las librerías y los locales de concierto de tamaño humano. Aquellos que no quedan al servicio del comercio puro, sino de la vecindad vibrante entre negocio y pasión.
La oferta de ayudar a los jubilados a seguir yendo al cine no es ninguna tontería. Desde hacia la sala se construye una ciudad que, combinada con las inmensas posibilidades del hogar de consumo, podrían rozar un ideal. El refugio no tiene nada que ver con la guarida. El primero es un espacio de ahorro. El segundo es un parapeto de autodefensa. Los escolares también necesitan familiarizarse con otro ritmo narrativo que no sea el zapeo en redes, la canción salteada y el picoteo sin posar la atención completa. La sala, con su liturgia, recompone el reloj interno. Estamos peleados con el tiempo propio, es la tragedia de nuestra era, así que toca recuperar un metrónomo privado, que nos marca el ritmo según nuestro deseo, sin la angustia inducida en la que vivimos. El cine en salas es una medicina más, como la siesta, la charla, la mesa, el jardín, la lectura, la escucha y el paseo. Los que desprecian al cine trabajan para la interesada destrucción de la actividad personal. Robotización viene de robo, y lo primero que nos quieren robar es nuestro interno diapasón, ese regulador que propicia el compás exacto del vivir.
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