La entrada a Herzliya, la localidad al norte de Tel Aviv nacida hace un siglo como cooperativa agrícola y hoy sinónimo del Israel más liberal, secular y privilegiado, está dominada desde 1989 por una estatua con la imagen del fundador del sionismo, Theodor Herzl, de quien toma su nombre. Los manifestantes contra la reforma judicial, cuya primera ley aprobó este lunes el Parlamento, han añadido ahora una pancarta. En ella se ve a un hombre llevarse la mano al rostro con incredulidad junto a un mensaje: “No era esto a lo que me refería”. Es decir, que el Estado judío que pretende hoy la derechista y religiosa coalición de Benjamín Netanyahu difiere del que Herzl imaginó en 1896 y se materializó en 1948, mucho después de su muerte.
No está muy claro cómo vería hoy las protestas Herzl, un europeo del siglo XIX que soñaba con que el hogar nacional judío fuese una “república aristocrática”, dado que “las masas son aún más proclives que los Parlamentos a dejarse llevar por opiniones heterodoxas”. Pero sí que, como demuestra la pancarta, la reforma judicial presentada por el Ejecutivo en enero (apenas una semana después de tomar posesión) se ha convertido en el gran campo de batalla de una lucha más amplia en el seno de la mayoría judía entre dos formas de entender el país: una, más conservadora y religiosa, representada por el Gobierno más derechista de la historia del país y otra, más liberal y secular, que llena las calles y enarbola el espíritu de los pioneros sionistas. Es, como la suelen llamar los segundos, una “guerra por el alma” (o por el “carácter”) de Israel justo cuando sopla 75 velas.
El gran mérito de la protesta ha sido movilizar 30 sábados consecutivos a un número de personas que se consideraría un éxito puntual incluso en lugares más poblados. Hasta cientos de miles, en un país de casi 10 millones de habitantes. Son cifras similares a las de la marcha en Madrid contra la guerra en Irak en 2003, la del Silencio en México DF en 1968 o la de las mujeres en Estados Unidos hace un lustro, en comparación con la población del país ese año.
La mayoría de judíos israelíes se oponen a una reforma judicial sin consenso con la oposición, como lo fue la ley aprobada el lunes, que limita el poder del Tribunal Supremo, según coinciden los diferentes sondeos desde hace meses. Incluido un número notable de votantes del Likud, el partido de Netanyahu. Una encuesta efectuada por el Centro aChord de la Universidad Hebrea de Jerusalén horas después de la votación mostraba un 50,7% de oposición a la reforma y un 33,7% de apoyo, con un 48,1% a favor de las manifestaciones y un 38,2% en contra. El Likud se ha dejado hasta un tercio de los votos que obtuvo en las elecciones de noviembre de 2022 y casi nunca figura ya como primera fuerza en los sondeos.
Miedos
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La protesta está siendo multitudinaria porque aglutina muchos miedos, desatados por la llegada en diciembre de una coalición del Likud con derechistas radicales y ultraortodoxos: el de las mujeres y el colectivo LGTBI, a perder derechos; el de los sectores económicos pujantes, a quedar aislados del exterior; los reservistas militares temen recibir órdenes poco profesionales o acabar juzgados por crímenes de guerra en La Haya; los israelíes seculares de a pie, dejar de reconocer a su país… Y uno común, patente en pancartas, lemas y camisetas: a que Israel acabe transformado en una dictadura o regido por la ley religiosa judía (resumido en Medinat halajá, otra de las expresiones de moda).
Moshe Radman es uno de sus principales líderes. Se ha volcado en los últimos meses, dejando en segundo plano su faceta de empresario de alta tecnología. Este es uno de los sectores más activos contra Netanyahu, hasta el punto de que acaba de financiar que los cinco principales diarios llegasen a los quioscos con la misma primera página en negro y una frase: “Un día negro para la democracia israelí”. Fue el martes, el día posterior a que el Parlamento quitase al Tribunal Supremo la potestad de anular aquellas decisiones del Gobierno, ministros o cargos públicos electos que considere irrazonables.
“En estos siete meses, el país ha ganado casi siempre”, argumenta Radman. “Solo han conseguido pasar una ley. Hemos logrado bloquear la mayoría, como la que pretendía cambiar cómo se eligen los jueces del Supremo o la cláusula de invalidación”, dice en referencia a la (particularmente polémica) propuesta inicial de permitir al Parlamento volver a aprobar ―ya sin filtro jurídico― leyes anuladas por el Supremo por vulnerar alguna de las 13 leyes básicas, que funcionan de facto como Constitución. Netanyahu aseguró el pasado junio que ha enterrado para siempre esa iniciativa, dos meses después de apoyarla con su voto en la Kneset.
Mairav Sonszein, analista sénior sobre Israel del think tank International Crisis Group, considera esta semana más “indicativa de que Netanyahu está decidido a pasar la legislación, incluso para riesgo de la seguridad nacional”, que de la salud del movimiento de protesta que, “en general, ha sido bastante exitoso” y ha “roto el tabú de [dejar de] servir en la reserva” del ejército. Las Fuerzas Armadas son la institución más valorada de Israel y la mitad de la población le dedica de forma obligatoria al menos dos años de vida.
Sonszein menciona en cambio en el debe de la protesta “no haber logrado vincularla al asunto palestino, pese a ser uno de los motivos que impulsan la reforma” (con la excepción de un pequeño sector antiocupación que genera reacciones muy viscerales) ni haber atraído a sectores sociales variados de forma significativa. Algo a lo que no ha contribuido la palpable hostilidad de parte de los manifestantes hacia los ultraortodoxos, llevando incluso la protesta a su principal bastión, Bnei Brak, pese a que no son la fuerza motriz de la reforma.
“No hemos hecho un buen trabajo”, admite Radman, “en explicar lo que es una dictadura en 2023, que se parece más a lo que sucede en Rusia, Turquía o Hungría. En muchas zonas de Israel se sigue viendo como algo que solo sucede cuando hay soldados y tanques en las calles, que no hacen falta en esta nueva era”.
Homogeneidad
La expresión que emplea (“muchas zonas de Israel”) es clave en esta dinámica. Aunque insisten en lo contrario, los manifestantes suelen responder a un perfil similar. “La protesta es bastante homogénea, con un elemento de identidad muy claro. Una parte es élite: ejército, médicos, alta tecnología…”, asegura la analista Sonszein. Se ha notado aún más estos días, al no despegar en la más conservadora y religiosa Jerusalén, donde jóvenes ultraortodoxos la observaban en la noche del lunes como un espectáculo aterrizado de otro planeta.
Tel Aviv sigue siendo el centro neurálgico. Hace unas semanas, un grupo importante se rebautizó directamente como Fuerza Kaplan, la avenida de la ciudad en la que confluyen las masivas manifestaciones de los sábados. Es el primer Israel, el de origen europeo (askenazí) que construyó el país, lo gobernó en sus primeras tres décadas y ―a ojos de la derecha― conserva el poder judicial, militar y mediático, desvirtuando sus sucesivos triunfos electorales.
Hay un segundo Israel que se ha sumado a las protestas con timidez. Más apegado a la tradición judía y con peores salarios, reside grosso modo en las ciudades de la periferia o barrios desfavorecidos. Son justo los sitios que menciona Radman cuando habla del “trabajo por hacer en Netivot o Sderot”: un 92% y 79% de votos, respectivamente, para los partidos de la coalición en las últimas elecciones.
Su población es por lo general mizrahí, judíos originarios del norte de África y Oriente Próximo e histórica espina dorsal del Likud, con décadas de agravios hacia los askenazíes, visiblemente mayoritarios en las protestas y asociados con la élite y el ocio en sabbat.
Aunque el tiempo ha reducido el cisma y cada vez son más los matrimonios mixtos, la herida sigue muy presente y el Gobierno no ha dudado en echarle sal. “Los partidarios de la reforma no la promocionan como un evento judicial, sino como una revolución social, étnica y de clase”, recuerda Ariel David, investigador de la identidad y política mizrahí y doctorando en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Es lo que hizo abiertamente el pasado febrero en la Kneset David Amsalem, uno de los diputados más polémicos del Likud y descendiente de judíos marroquíes: “Esto no va de esta ley o de la otra”, sino de la asimetría de poder entre ambos colectivos “desde hace 75 años”. “Ese es el debate”, sentenció.
Tras azuzar durante meses las brechas sociales, el Gobierno ha lanzado esta semana un mensaje unificador: Ajím kulanu (Todos somos hermanos). Algo de lo que se ha burlado el diario Haaretz en una viñeta, en la que Netanyahu pronuncia esa frase desde el techo de un vehículo policial que rocía de líquido pestilente a los manifestantes. Esta semana, la policía ha empleado cañones de agua en Jerusalén por primera vez.
Para el primer Israel, la reforma judicial es la gota que colma el vaso tras décadas de pérdida de influencia (política, social y económica) en un país, demográfica y políticamente cada vez más religioso ―los ultraortodoxos, hoy un 13% de la población, serán un tercio en 2065― y de derecha, que lleva casi tres décadas casi ininterrumpidas en el poder y tiene un 70% de apoyo entre los jóvenes.
La Herzliya de la pancarta del padre del sionismo dio solo un 34% de apoyo a los partidos de la coalición de gobierno. Tel Aviv, un 28%. Ambas están en la franja costera mediterránea más privilegiada, moderna y secular, así como en el llamado Silicon Wadi (por el Silicon Valley de EE UU), donde la alta tecnología aporta un 15% del PIB de Israel.
Tel Aviv albergó la pasada semana una nutrida protesta en defensa de la reforma. La gran mayoría de participantes acudió en autobuses desde asentamientos judíos en Cisjordania, bastión del nacionalismo religioso que conforma el ala más radical del Gobierno y guarda un profundo rencor al Supremo por dar luz verde en 2005 a la evacuación de Gaza de 8.000 colonos, decidida por el entonces primer ministro, Ariel Sharon.
Ben Caspit, uno de los comentaristas más influyentes y críticos con Netanyahu, compara la situación con un ser vivo, un “organismo compartido que nació y creció aquí”, pero “ya no puede sobrevivir en sus proporciones actuales”. “Dejad que cada uno nos vayamos a nuestro país, algunos al Israel liberal y democrático y otros a la nacionalista y conservadora Judea”, escribe en el diario Maariv. El director general del Ministerio de Educación, Asaf Tzalel, acaba de dimitir por el alcance de la “grieta” social, que le impide “llevar a cabo apropiadamente” sus responsabilidades.
Primera victoria
En esta lucha, el Gobierno ha obtenido este lunes su primera gran victoria, cuatro meses después de que las presiones internas y externas forzasen un aplazamiento de la reforma y pariesen un fracasado diálogo con mediación presidencial. El Parlamento votó entre llamamientos a impedir “el fin de la democracia israelí” y amenazas de miles de reservistas con dejar de servir, pero ni las protestas de esa noche fueron extraordinarias ni se han colgado uniformes militares en masa. Solo hubo una huelga médica (que un tribunal anuló a las pocas horas) y ocho peticiones de anulación de la ley, que el Supremo valorará a partir de septiembre, en una incómoda disyuntiva. La Histadrut, la gran central sindical y auténtico poder fáctico, no ha convocado una huelga general, como sí hizo en marzo, pese a los ruegos de los manifestantes.
La diferencia con entonces ha sido uno de los grandes logros de Netanyahu, un superviviente político que lleva 16 años en el poder y siempre guarda un conejo en la chistera. Dio un paso atrás cuando la situación se le iba de las manos y dividió a la oposición con un proceso de diálogo que, además, le ha permitido defender este lunes que trabajó para buscar el consenso “de principio a fin”.
También desgajó los puntos clave de la reforma que había intentado pasar a toda prisa. “Es lo que llamamos ‘la táctica del salami’, para presentar los cambios como una cuestión pequeña y técnica”, recuerda Radman. Es, precisamente, lo que hizo Netanyahu este jueves, al definir la nueva ley en una entrevista como una “corrección menor” frente “al tribunal más activista en el planeta” de las últimas dos décadas.
Tras la aprobación de la ley, los distintos colectivos de la protesta han acordado pasar a una “ofensiva contra la dictadura”, con “herramientas no empleadas hasta ahora y actos de resistencia reservados para la lucha contra un Gobierno ilegítimo”, aunque “siempre sin violencia, tras deliberaciones y en respeto a las sentencias del Supremo”.
La situación ha encendido otra vez las alarmas en la economía. La agencia de calificación crediticia Moody´s habla de “riesgos significativos” de aumento de las tensiones políticas y sociales, con “consecuencias negativas para la economía”, mientras que Citi augura una situación más “peligrosa y complicada” y Morgan Stanley que los mercados se contagiarán del clima de inestabilidad. “Es una reacción momentánea”, han respondido en un comunicado Netanyahu y su ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich. Según una encuesta efectuada por Start-Up Nation Central, una organización sin ánimo de lucro que sigue la evolución de las empresas emergentes israelíes, un 68% ha dado ya “pasos legales y financieros” como sacar fondos de reserva, mover la sede o reubicar empleados en el extranjero.
La gran ausencia árabe
La protesta no solo encuentra obstáculos para ampliar sus contornos en la desconfianza que genera en religiosos o mizrahíes. También en que transcurre prácticamente al margen de un quinto de la población: los palestinos con ciudadanía israelí, que la viven por lo general como algo ajeno, pese a que el debilitamiento del Supremo también les perjudica.
“Sabemos que el primer golpe iría contra nosotros o contra los territorios [palestinos ocupados]”, señala por teléfono Aida Touma-Suleiman, diputada en la Kneset del partido árabe de izquierdas Hadash, “pero es que la opinión pública árabe no siente que el Supremo haya estado de su parte y lo que ve es una protesta que defiende lo existente, que es en todo caso una democracia solo para los judíos”.
Touma-Suleiman ―que no acude a las manifestaciones, a diferencia, por ejemplo, del líder de su formación, Ayman Odeh― insiste en que su minoría tiene preocupaciones distintas (como los 132 homicidios en lo que va de año) y subraya que, en los inicios de la protesta, los organizadores invitaron a oradores árabes a subirse al escenario, pero lo rechazaron porque les prohibían mencionar la “ocupación” militar de Palestina, al considerarlo divisivo y ajeno a la lucha en cuestión. “Sí, hablar de la ocupación aleja a algunos, pero no hacerlo también nos aleja a otros”, agrega.
Otro elemento clave es la propia puesta en escena, con las omnipresentes banderas nacionales o la entonación conjunta del himno al final. Dos elementos (el primero con la estrella de David y el segundo, como relato de la esperanza judía de regresar a Sión) en los que la minoría palestina no encuentra acomodo. También la glorificación del ejército o el contenido de los discursos. Los propios manifestantes suelen hablar de «las dos mitades de Israel», cuando en realidad lo son de su mayoría judía.
Estos días circula por grupos de WhatsApp y redes sociales un juego de palabras que conecta la jornada de la votación con Tishá B´Av, considerado el día más triste del calendario judío, en el que se ayuna en recuerdo de la destrucción de los dos templos de Jerusalén hace más de 2.000 años. “Todos tenemos que encontrar expresión en la batalla o, si no, no nos uniremos”, resume Touma-Suleiman.
De fondo hay también cuentas pendientes. El Supremo ha dado luz verde a leyes dañinas para los palestinos, a uno y otro lado de la Línea Verde, y muy pocos de los judíos que hoy se movilizan cada semana salieron entonces a las calles. Es el caso de la ley básica de 2018 que especifica que Israel es el “Estado nación del pueblo judío” y despoja de cooficialidad a la lengua árabe.
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